Gestión de Riesgos Políticos: ¿Reputación personal condiciona a la corporativa o institucional?

Hoy, en tiempos de la post-crisis financiera internacional acaecida entre el 2006 al 2009 que impactó severamente las economías a escala mundial y que determinó un viraje de las expectativas ciudadanas hacia una actitud más vigilante del sistema político y económico, por consiguiente, más exigente respecto a los comportamientos coherentes con una línea de conducta ética – obviamente más que meros “gestos políticamente correctos” – de una clase política y empresarial que con absoluta indiferencia prefirieron darle la espalda a la demanda clamorosa que aspiraba a que se desmarquen de los “incumplimientos” normativos – cuando no de la falta de ética- a fin de que devuelvan la esperanza de que por fin habríamos aprendido la lección de lo tremendamente nocivo que resulta no ponderar la necesidad y pertinencia de la construcción de “una buena reputación” para postularse a ejercer cargos de liderazgo y que tanto los ciudadanos, organizaciones y entidades, públicas o privadas o, en general, cualquier agente político o miembro de la sociedad civil, demandamos se prioricen para rescatar la “institucionalidad”, hoy tan precaria o inexistente por cierto, pero a partir de una efectiva gestión de riesgos políticos como cultivadores “diligentes” de un auténtico liderazgo desde lo personal, familiar y comunal, todo ello con el propósito de dotarnos de una potente herramienta de evaluación para validar si realmente la clase dirigencial del país, sean políticos y/o empresarios y/o responsables de organizaciones no gubernamentales, poseen las mejores condiciones o las capacidades más idóneas para merecer ser depositarios del poder que les otorgamos, sea a través de la voluntad popular o estatutaria, de tal manera que les sea únicamente sostenible en la medida que lo ejerzan como líderes que proyectan una imagen personal o institucional coherente con actos responsables (diligencia debida) y enteramente comprometidos con sus deberes para con sus equipos de colaboradores o la ciudadanía (su cliente principal y a quienes se debe) o con los resultados de rentabilidad financiera o social que deben arrojar las coporacaiones o instituciones que les toca gobernar, según sea el caso específico del escenario en el que ejercen tal autoridad y poder, que les permita legitimarse primero a través de sus propios colaboradores, de su propios proveedores, de la ciudadanía o mercado, y finalmente de la comunidad o de sus accionistas o promotores, que los afiance y les atribuya la condición de “respetables por ser ejemplares y personificar la metritocracia”, sea bien como líderes políticos, ejecutivos o de opinión o representativos de instituciones, pero finalmente portavoces y portadores de una nueva sangre ejemplificadora de poseer una conducta intachable y prolija en el desempeño privado o público.

Sin embargo, aun cuando el presente comentario busca advertir la necesidad imperiosa de que todos aprendamos a gestionar riesgos políticos, bien sea como agentes activos o pasivos, desde lo personal, vecinal, comunal, no está demás señalar que muchos de los que hoy conforman  la denominada “clase política”, en su momento, pertenecieron al ámbito privado, ya sea porque fueron algún ciudadano común y corriente o profesional ávido de reconocimiento o prestigio o, tal vez, algún miembro de la clase emprendedora o empresarial en pos de consolidarse en su actividad o sector, por lo que resulta más que evidente que lo que cada quien ha ido construyendo progresivamente en el transcurso del tiempo, a nivel personal y privado como capital reputacional, de alguna manera se extrapola y amplifica en el ámbito público cuando decidimos participar en la vida política, convirtiéndose automáticamente dicho capital o bien en un apetecible caudal electoral o, en su defecto, en convertirse en una razón para ser pasible de una campaña estigmatizadora o destructiva de su imágen, pero que en suma, cuánto más añeja sea la reputación mayor el escudo que lo protegerá para sacudirse de los ataques furtivos o, inclusive, de las malas influencias que ni siquiera encontrarán auspicio para acercarse.

No habiendo aún salido nuestro País o la región LA del alcance de la resaca de los mega actos de corrupción institucionalizada en nuestros Estados con la complicidad o acaso función instigadora de una mala clase empresarial – ya hasta existe una delgada línea confusa de quien es peor, si el corruptor o el corrompido – es necesario reconocer que se vienen haciendo esfuerzos muy importantes de activar mecanismos transfronterizos de implementar sistemas integrados de gestión anticorrupción, antisoborno y contra el lavado de activos y financiamiento del terrorismo.

Este esfuerzo inclusive ha logrado desencadenar de que instituciones otrora destinadas a establecer estándares internacionales únicamente aplicables al mundo del “management” ahora incorporen como guía ( aunque no certificable aún) el “compliance” o cumplimiento normativo a través de la ISO 19600 que evidentemente se postula a convertirse en factor sine quanon para construir un transparente ecosistema público-privado, imprescindible para garantizar una convivencia sostenible desde la perspectiva de la ética pública y también corporativa ( buen gobierno corporativo) tanto en el desempeño estatal como privado, incluyendo obviamente el desempeño del ciudadano de a pie quien es el destinatario final de la articulación de lo público y privado.

Ahora que a través de recientes incorporaciones legislativas en la región LA, a manera de nuevos vientos esperanzadores venidos desde el primer mundo, se viene impulsando la implementación de sistemas de cumplimiento bajo estándares ISO 19600 y 37001, por supuesto aún voluntarios, podemos por fin vislumbrar un decidido esquema incentivador de comportamientos éticos y de calidad fomentados desde el Estado, aunque valgan verdades, dentro de sus aspiraciones de pretender ingresar al selecto grupo de países miembros de la OCDE. Pues, falta desde luego mucho por integrar, perfeccionar y mejorar tal normatividad para poder arraigar una cultura de cumplimiento que nos conduzca a un desarrollo sostenible del sistema político, económico y social, esfuerzo conjunto que permitirá reducir ostensiblemente la exclusión, la desigualdad y la pobreza, dado el circulo virtuoso que activará al fomentarse la inclusión a través de la creación de capital humano y social con mejores capacidades para ser más competitivos e impulsar el emprendimiento formal, toda vez que se fortalecerán las cadenas productivas y crecerá automáticamente el pleno empleo y la recaudación para obras y servicios públicos de calidad, mejorando la productividad y competitividad de las empresas, los ingresos per cápita y, por ende, el bienestar ciudadano, pues elevando su nivel de consumo para satisfacer sus necesidades familiares también se incentivará su movilidad social ascendente y todo ello impulsará el crecimiento de una sana “energía social” desde los sectores más vulnerables y emprendedores dentro de una clima de confianza y transparencia de las políticas públicas, de los actos de gobierno y del desempeño de la gestión de las instituciones del Estado, de las prácticas corporativas del empresariado y del mercado, incrementando el nivel de confianza del consumidor y del inversionista. Esto es verdaderamente fomentar un entorno favorable para el crecimiento económico soportado en la mejora de la competitividad y fomento del empleo productivo, en fin crecimiento multidimensional y construcción de ciudadanía para alcanzar el desarrollo de nuestras sociedades!